
La historia que traemos hoy a la Estirpe del Lobo surgió gracias a una publicación de un amigo, en la que se citaba a Chesterton y su famosa sentencia: “Llegará el día en que será preciso
desenvainar una espada para afirmar que el pasto es verde”. Y es que en esta época de posmoderna, en al que la verdad no importa y sólo importa el relato, el relato de “víctima” parece cobrar protagonismo en redes sociales, donde legiones de ofendiditos claman “por su verdad” y niegan que agua moja. Pero esto es otra historia. La cuestión es que al leer la frase de Cherterton recordé que dicho duelo ya se había producido. Y si bien no fue exactamente por el color verde del pasto, si que las razones para aquel cruce de espadas se aproximaba bastante, pues la discusión fue motivada por una discrepancia en los arreglos florales del jardín. Cuestión, que como se pueden imaginar, era de vital importancia para las cortes europeas del siglo XIX. Pero lo que hace interesante el duelo no son los motivos que llevaron al cruce de las espadas, sino sus protagonistas: una princesa y una condesa.
Contra la creencia popular, la esgrima nunca estuvo vedada a la mujer. Si bien no era tampoco frecuente que las jóvenes se entrenaran en el uso de las armas antes de finales del siglo XVIII, siempre hubo, en todas las épocas, mujeres que destacaron en el uso de la espada. Pero desde mediados del siglo XIX y hasta bien entrado el siglo XX, época en la que la esgrima entra en decadencia, era muy frecuente la práctica de la esgrima por parte de las mujeres, en especial del florete. Es muy conocida la exhibición de esgrima femenina de Oxford en 1902, que demostró la calidad técnica de las mujeres, algunas de las cuales venció a conocidos y destacados esgrimistas (tiradores, en el argot) de la época. De hecho, la esgrima puede presumir de ser uno de los primeros espacios masculinos que superaron sus prejuicios y abrieron sus instalaciones a la mujer.
La parte no tan positiva del aprendizaje del arte de la espada por la mujer es que ellas también se incorporaron rápido a la costumbre de los duelos, del cual, el que hoy traemos es el más destacado ejemplo. Un duelo que enfrentó a la princesa Pauline von Metternich y la condesa Kielmannsegg, quienes contaron con la princesa Schwarzenberg y la condesa Kinsky, respectivamente, como madrinas o segundas (asistían a las combatientes y se hacían responsables de las mismas), además de con la asistencia médica de la baronesa Lubinska, licenciada en Medicina.
Se cree que la disputa se debió, como hemos dicho, a un arreglo floral para los jardines con motivo de una recepción en el marco de la Exposición Musical y Teatral de Viena, de la que la Princesa era la Presidenta de Honor, mientras que la condesa era la responsable del Comité de Mujeres. En realidad, lo que se escondía en este enfrentamiento era la rivalidad que existía entre ambas mujeres por la influencia en las cortes europeas y el favor del pueblo.
La condesa Anastasia, de origen ruso, poseía un rancio abolengo que le otorgaba una posición de privilegio, pese a que el rango de Pauline era a priori mayor y además gozaba del favor del pueblo. No en vano era mecenas de Warner y amiga de escritores como Próspero Merimée y Alejandro Dumas o diseñadores de moda como Charles Frederick Worth. Tal era su popularidad que Franz Liszt le dedicó una de sus obras.
A Pauline se la consideraba, también, una de las mujeres más bellas de su época. Para la historia queda la frase «Je ne suis pas jolie, je suis pire» (No soy bonita, soy peor).
El lance se llevó a cabo en Vaduz (Liechtenstein), en 1892. Y se desarrolló con el torso desnudo. La razón es muy práctica y habitual en los duelos de la época. No olvidemos que aún no se habían descubierto los antibióticos y la principal causa de muerte no eran las heridas en sí, si no las infecciones de éstas. El no llevar ropa y lavarse bien antes de un duelo, reducía el riesgo de sufrir infección. Algo que no aparece casi nunca en las películas y que se cuenta poco, pero que era parte de las costumbres y ritos asociados a los duelos. Cruces de armas que se pactaban a primera sangre. Es decir, no se trataba de matar al otro, sino simplemente de mostrar la superioridad de tu causa hiriendo al adversario.
El duelo se pacto a tres rondas y se dirimió con antiguas espadas roperas de origen español pero siguiendo el reglamento francés. En la última vuelta Paulina recibió una herida leve en la nariz y la condesa otra en el antebrazo, lo que causó un momento tragicómico cuando las madrinas se desmayaron al ver la sangre y los hombres que estaban fuera esperando (cocheros y lacayos) corrieron a ayudarlas, pero fueron expulsados a paraguazos por la baronesa para impedir que vieran a las duelistas semidesnudas. En cualquier caso, todo aquello fue considerado suficiente por las restablecidas madrinas, que recomendaron a las contendientes dar el duelo por finalizado y abrazarse como amigas. Lo cual sucedió, dándose por zanjada la disputa.
Nota:La ilustración es una imagen pública de ‘The Duel; and The Reconciliation’, obra realizada por Émile-Antoine Bayard en 1884.